jueves, febrero 22, 2018

crayons

sobre la mesa de la cocina, superpoblada por objetos que pertenecen a otras partes de la casa, desordenada [muchas cosas en conflicto aunque siempre hay espacio para una más: un libro de chagall, el asiento de una bicicleta permaneció incontables días ahí hasta que desapareció en algún momento, sin explicación alguna, papeles, tazas de té provenientes de países lejanos, un desodorante, cualquier cosa]; sobre la mesa que más que una mesa para comer es el espacio donde la gata juega y pasea ante los ojos del mundo su superioridad felina y es también [la mesa] el centro de bienvenida para los recién llegados quienes, después de haber hecho el esfuerzo de subir las escaleras infernales de la entrada, necesitan un descanso, un lugar donde inmovilizarse por un rato, donde dejar que el corazón se calme; sobre la mesa de la cocina la lata blanca de chocolates suizos alberga en su interior una azarosa colección de lápices de colores, todos con punta, todos de tamaños distintos. en el extremo de los lápices se lee amorosamente escrito el apellido de su dueño con la dispar caligrafía de su mano niña, en letras de imprenta mayúscula. son estos unos señores lápices de entre 40 y 45 años, algunos tan chiquitos que daría pena usarlos por temor a que la realidad de su desaparición se concrete demasiado pronto. ¿cómo es que aún perduran? hay asombro en la pregunta porque parece imposible que esas cosas se conserven durante tanto tiempo. en mi familia, sabés, los lápices de una hermana pasaban a la otra y a la otra y al hermano y así siempre durante la vertiginosa sucesión de los años de la infancia, hasta llegar a la quinta  hermana, habiendo perecido muchos antes de alcanzar ese destino. los nombres a veces se escribían en un papelito y se pegaban enroscados alrededor con cinta scotch (tallar la madera y escribirla con una birome hubiera resultado demasiado trabajoso). en algunos casos se trataba lápices anónimos. en una casa en que un ejército de niños tomaba las armas para escribir en las paredes, debajo de la mesa, en los libros, los cuadernos, en cualquier papel que tuvieran a su alcance, los lápices de colores, inevitablemente, estaban condenados a morir. y no de viejos. quizás la infancia sin hermanos, el sentido de la responsabilidad, ser cuidadoso, ordenado como no lo es la mesa, sea tal vez una respuesta...

las cajas pretensiosas de lápices suizos
alemanes
me parecen frías:

desalmadas.

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