lunes, febrero 14, 2005

Un film de Polanski y un estúpido ataque de puerilidad (valga la redundancia, o acaso no son siempre estúpidos, los ataques de puerilidad). Eso es lo del sábado a la noche. Escuchar al tipo tocando Chopin, en medio de un bombardeo, entre los muros de una Varsovia que se desintegra. El ghetto, las humillaciones. Entonces: el lagrimón que se cae. Una reacción, como toda reacción pasiva, inútil, un simple reflejo de la sensibilidad excitada. Querer volver a ser un todo con el útero que nos expulsó porque ya estábamos demasiado crecidos.

Pero no.

Por supuesto que es pueril la reacción. A esta altura de la vida un individuo adulto que se asombra de determinadas cosas, según SS, sufre de inmadurez moral. Probablemente la sufra por momentos. Mamá ya me había acusado de eso el día de las prostitutas. Dijo: mirá como te ponés. Implicaba: no seas idiota, o vos cómo te creés que son las cosas. Y tenía razón. Aunque la reacción, es eso, una reacción --y acá valga la tautología--, que no tiene por qué anular la capacidad de reflexión ni invalidar cualquier razonamiento posterior. La reacción es algo puramente físico (o químico quizás). Laura y papá creen en el progreso de la humanidad como totalidad. Se avanza, dicen. Laura tiene fe en la ciencia, incluso, en la economía como ciencia social. Papá, en la historia. Yo soy incapaz de determinadas nacionalizaciones. Por momentos me da un poco de vergüenza, esta pérdida de perspectiva, o mejor, ni siquiera pérdida: nunca la tuve.

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Hay una exposición de Die Brucke en el Thyssen. Ahora. Ya le dije a P que fuera pero seguro se va a olvidar. Estuve mirando libros, tratando de hacer memoria, de recordar qué decía el profe en las clases para las que llevaba sus propios libros con ejemplos.

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Se habla de la democracia de internet. Parece que la red, además de servir para que cada uno exprese libremente sus ideas (si es que por fortuna, hay ideas), tiene la utilidad de haberse convertido en un lugar donde se puede insultar, humillar, vilipendiar sin ton ni son. Todos son tarados. Y todos son los brillantes, eso sí. Pero, cuando no hay un qué decir propio, qué mejor echar mano al antiguo y nunca bien ponderado recurso. Por supuesto, a mí Majul me parece un tarado. ¿Pero importa lo que a mí me parezca y lo que él sea? Tal vez no lo primero y sí lo segundo, por el lugar que ocupa en los medios. No obstante no hay que pecar de ingenuidad --otra vez, mamá tiene razón--: todos conocemos la historia del chancho y su dieta alimentaria.

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