martes, febrero 22, 2005

Se aprende a convivir con un gato. Se aprende a convivir con un perro, con un viejo, con un alcohólico. Pero con la muerte, quién puede.

Me entero de algo que ya sabía y en ese “yo ya lo sabía” hay una especie de rebeldía adolescente, de no querer aceptar que algo tan sencillo como la cesación de la existencia tiene la fecha fijada. Y sí, carajo, mamá se va a morir.

Y ahora qué.

Seguir con los quehaceres, las mamaderas, la organización de la cena, la lectura fragmentada, la escritura no menos fragmentada, los polvos robados o prestados, las conversaciones memorables, el deseo que jamás se duerme --ese alfiler claveteándolo todo--, las charlas de pasillo, la simulación del trabajo, las indicaciones, los protocolos, la escucha del lamento ajeno, la compasión, la angustia derramada, las idas al supermercado, el inagotable cansancio de las noches, las caricias y los besos, las canciones de cuna, el llanto mal disimulado, la coca light, las ganas de encender mi próximo cigarrillo y/o/u otras etcéteras no menos consuetudinarias.

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