martes, junio 01, 2004

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Tanto la palabra máscara como disfraz admiten varias acepciones. Entre las que nos interesan se encuentran aquéllas que tienen que ver con lo físico, y aquéllas que en un sentido figurado implican un pretexto para decir algo diferente de lo que se siente o piensa.

En el prólogo a la edición de 1954 de Historia Universal de la Infamia, Borges previene al lector con respecto al contenido del libro: “Patíbulos y piratas lo pueblan y la palabra infamia aturde en el título, pero bajo los tumultos no hay nada. No es otra cosa que apariencia, que una superficie de imágenes; por eso mismo puede acaso agradar. El hombre que lo ejecutó era asaz desdichado, pero se entretuvo escribiéndolo; ojalá algún reflejo de aquel placer alcance a los lectores ”. De manera que aun antes de comenzar la lectura, sabemos que vamos a encontrarnos con una serie de fabulaciones que en principio poco tienen que ver con el estado de ánimo de quien las creó.

El tintorero enmascarado Hákim de Merv:


La historia de Hákim de Merv no es otra que la de un farsante que crea alrededor de sí una aureola de misterio y misticismo aprovechándose de una terrible circunstancia: la de la enfermedad que lo aqueja, la lepra. Se vale para ello de una máscara de toro que deja oculto su rostro y que ante sus potenciales seguidores y acólitos justifica diciéndoles que: “su cabeza había estado ante el Señor, que le dio misión de profetizar y le inculcó palabras tan antiguas que su repetición quemaba las bocas y le infundió un glorioso resplandor que los ojos mortales no toleraban.”

Hay así una doble misión del uso de la máscara: la de ocultar una realidad que es pasmosa y la de ganar adeptos mediante la creación de un mito: Hákim amenaza con la desgracia de la ceguera a todo aquél que se atreva a contemplar su rostro.

Ya el oficio de tintorero nos habla de la transformación de una realidad en otra diferente, por medio del artificio de la tinta: el teñido con púrpura es un “arte de impíos, de falsarios y de inconstantes”. Desde temprano Hákim aprende las técnicas de la simulación, enseñado por un tío. Él mismo las considera un pecado, un trastorno por medio del cual se cambian los verdaderos colores de las criaturas. A los veintiséis años Hákim desaparece de su pueblo debido seguramente a su enfermedad: más tarde el prefiere decir que “el año 146 de la Emigración, había penetrado un hombre en su casa y luego de purificarse y rezar, le había cortado la cabeza con un alfanje y la había llevado hasta el cielo”.

Con el correr del tiempo y la constante repetición de su leyenda consigue el tributo y el fervor de ciudades como Nishapur y Astarabad. El misterio crece en la misma medida que crecen sus seguidores. Hákim troca la máscara por un cuádruple velo de seda blanca y piedras, y tal es su fama y el respeto que los pueblos le tienen, que logra hacerse de un harem de mujeres ciegas de quienes se sirve para satisfacer las necesidades de su cuerpo. Su ambición llega tan lejos como para abocarse a la creación de una cosmogonía propia y paralela a la de la fe Islámica. Termina así cayendo en la trampa de la Herejía: Hákim crea un dios a su imagen y semejanza. Esto no es tolerado por el Islam y, luego de cinco años de farsas, el antiguo tintorero de Merv es cercado por el ejército del Jalifa en la ciudad de Sanam.
En parte por ello y en parte por la traición de una de las mujeres del harem, Hákim queda en evidencia. En efecto, en el momento en que está esperando alguna señal divina que le de la victoria en esta última batalla, dos capitanes le arrancan el velo que lo cubre. El misterio del rostro de Hákim es develado y, paradójicamente, ni siquiera puede verse su verdadera cara que “era tan abultada o increíble que les pareció una careta”.

Sus rasgos son una parodia, una brutal deformación de lo que alguna vez fue su cara, que ha quedado perdida para siempre tras los vestigios de carne corrupta que ahora ocupan su lugar. Hákim muere a manos de los mismos que, por temor o por ignorancia, lo habían adorado.

La viuda Ching, pirata:

En el caso de la viuda el motivo del enmascaramiento es tal vez menos evidente ya que no se presenta en forma explícita, al menos no en el sentido físico de la palabra máscara. Sin embargo, desde el comienzo se advierte un intercambio de géneros en el rol de las mujeres: “la profesión de pirata no era para cualquiera, ya que, para ejercerla con dignidad era preciso ser un hombre de coraje...”.

De modo que la mujer debe actuar, debe “disfrazarse” de hombre, no tanto en lo que a indumentaria se refiere sino en sus actitudes para con el resto del mundo. Si una mujer quiere ganar el respeto de los hombres, debe volverse como ellos, debe dejar de lado su condición femenina.

Por otro lado se observa un viraje constante de los personajes de una situación dada a otra que “les conviene más” y que devela su verdadera naturaleza. Nada es lo que parece ser: primero el pirata Ching, marido de la Viuda, acepta un soborno de las fuerzas enemigas para convertirse en jefe de los Establos Imperiales traicionando así a sus compañeros de saqueos, que deciden envenenarlo; luego, la viuda misma abandona todo aquello por lo que había bregado durante toda su vida en pos de una posición más cómoda, capitulando también ante las fuerzas de la segunda expedición del emperador Kia-King.

Cabe notar que incluso el emperador Kia-King, en su primera expedición para acabar con las atrocidades de la Viuda y sus corsarios, se ha valido de una falsedad para alentar a sus propios almirantes y disipar cualquier temor que pudieran abrigar con respecto al enemigo: al referirse a las embarcaciones piratas, lo hizo diciendo que se trataba de “barcos averiados y deleznables” lo que por supuesto, no era cierto. La Viuda Ching gana esa primera partida y astutamente decidirá retirarse cuando se de cuenta de que no puede hacer frente a la segunda expedición de la fuerza imperial.

Es así como en esta historia, la suerte de la farsante Viuda no es tan mala como la de Hákim de Merv: “la zorra” obtiene el perdón de sus enemigos y dedica el final de su vida al contrabando de opio, con el nombre de Brillo de la Verdadera Instrucción.

Borges y la mascarada de la literatura:


Podría trazarse un paralelismo entre lo que los personajes (tanto la viuda como el tintorero) hacen a lo largo de sus azarosas vidas, y el propio oficio de Borges: la literatura no es otra cosa que un enmascaramiento de la realidad por medio del arte de las palabras. Un escritor “debe ser leal a su imaginación, y no a las meras circunstancias efímeras de una supuesta realidad”

Para Borges, todo aquello que reproduzca la realidad tal cual se nos presenta, encierra una especie de aberración que debe ser evitada en todo momento. Es por eso que tanto detesta los espejos y le hace decir al propio Hákim en su cosmogonía: “La tierra que habitamos es un error, una incompetente parodia. Los espejos y la paternidad son abominables porque la multiplican y afirman”. Borges se enmascara así tras los parlamentos de sus propios personajes.

En un poema de “El Hacedor” con respecto al mismo tema leemos :

Espejos de metal, enmascarado
espejo de caoba que en la bruma
de su rojo crepúsculo disfuma
ese rostro que mira y es mirado,

infinitos los veo, elementales
ejecutores de un antiguo pacto,
multiplicar el mundo como el acto
generativo, insomnes y fatales.


No obstante, a pesar de todos los intentos de parecer una cosa, de disfrazar mediante el uso de la imaginación esa realidad que abruma, avergüenza o simplemente no es la más cómoda, hacia el final de sus historias, los protagonistas de las diferentes mascaradas quedan en evidencia. De una u otra manera se descubre lo que realmente son. Borges mismo, en el epílogo de “El Hacedor” da cuenta de este hecho, que no sólo acontece en el universo de la literatura, sino en el de quien da vida a esta literatura. Ambos universos quedan por fin tan estrechamente entrelazados, que terminan confundiéndose, y lo que pretendía ser una máscara o un disfraz, es la realidad misma del escritor, ya que no puede vivir fuera de ella. El escritor es endefinitva lo que escribe:

“Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara ”.

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