lunes, diciembre 22, 2003

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Entre o azul do céu e o verde do mar, o navio ruma o verde-amarelo pátrio. Três horas da tarde. Ar parado. Calor.
Jorge Amado – O país do carnaval

No silêncio tique taque da sala de jantar informei mamãe que não havia Deus porque Deus era a natureza.
Oswald de Andrade – Memórias Sentimentais de João Miramar


En Río hacía un calor magnificente, insoportablemente abrumador, tanto que era imposible no tomar conciencia del absoluto. Siento y luego existo: y el calor se parece a las espuelas de la irracionalidad que todo lo acicatean, que todo lo agigantan y deforman hasta que un hecho simple, irrelevante, se vea absurdo y monumental: inapresable. El calor como un capricho de la naturaleza empecinada en manifestarse. El calor como una incitación al avergelamiento, sí, el avergelamiento de las plantas que crecen en medio de lujurias inimaginables y el de las ideas que se enriedan hasta defenestrarse en nada. Pero algunas cuestiones, el calor o el acaloramiento, la magnificación de las sensaciones y el aletargamiento funcional, permanecen.

Encontré: el caos latinoamericano y el olor latinoamericano de la miseria y la desigualdad, la certeza, una vez más, de mi fortuna, los colores, la exhuberancia de una naturaleza que no se detiene ni fuera ni dentro de mí, lo insignificante del cuerpo, la grandilocuencia del cuerpo, el abacaxi ñam-ñamdameunomás, el tufo de las calles anegadas, la torpeza de vanguardia de la arquitectura brutalista: cemento, árboles y flores, cemento, cemento, cemento; las favelas amenazadoras; las favelas avergonzantes; las favelas llenas de vida y muerte; Ipanema; Copacabana (con ellas). Y el mar. Siempre el mar. Tal vez Dios exista. Tal vez Dios exista en mí.

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